Víctor Derqui dijo:
Aprovecho para agradecerte la publicación de la trilogía La edad de oro, de la que ahora mismo estoy disfrutando: bien escrita, con un personaje protagonista digno de tragedia griega en un entorno de una imaginación deslumbrante... Con frecuencia alcanza la obra la intensidad de un poema gracias a la extrema energía y verosimilitud y sentido de grandeza del entorno que describe dentro de un sistema solar convertido en patio de juegos de una civilización inigualable: ese segundo sol conseguido al convertir a Júpiter en una bola de fuego ardiente; esos duquefríos que se alimentan de sí mismos en los satelites-iceberg de la frontera del sistema solar...
Tenía ya ganas de que surgiera la oportunidad de hablar en este blog de
La edad de oro de John C. Wright (formada por
La edad de oro,
Fénix exultante y
La trascendencia dorada), que fue al mismo tiempo una trilogía que edité con muchísima ilusión y que todavía recuerdo con cariño (y ganas de releerla), y un choque durísimo con la realidad del mercado.
Empecemos por la parte bonita. ¿Cómo describir el impacto de
La edad de oro en el lector y ya editor que yo era hace casi una década? El debut de Wright me pareció la mejor primera novela de ciencia-ficción que leía desde
Neverness, de David Zindell; es más, me pareció la mejor recapitulación del género, ofreciendo al tiempo la emoción de lo nuevo y la nostalgia de lo familiar, desde
Hiperión de Dan Simmons. Pero
La edad de oro es más, mucho más.

Su protagonista es un trasunto del hombre competente heinleniano, ingeniero para más señas, que hunde sus raíces en el objetivismo de Ayn Rand: si queréis tener una imagen de Faetón, nuestro héroe, la encontraréis en el plano final de Gary Cooper en
El manantial. Su función en la trama es tener razón, contra todo y contra todos; y su discurso interno es de un megalómano más propio del villano de la función que del supuesto héroe. No es de extrañar: para su sociedad, la Ecumene Dorada, Faetón es un sociópata merecedor del ostracismo.
Y qué sociedad es ésta, sino una tan vasta y rica que puede albergar cómodamente a un fenómeno de la naturaleza como Faetón y tantos otros personajes principales sin venirse abajo (al menos, por un tiempo): una civilización de un abigarramiento tal que su propia forma de existencia se encuentra a varias revoluciones filosóficas de la nuestra, tanto en el plano mental como en el material o el puramente económico.
La diversidad de formas de ser de la Ecumene (con personas de diversas neuroformas, varios planos de realidad consensuada y múltiples facetas de manipulación mental) avasalla al principio, pero lo extraordinario de la inventiva de Wright es que la tormenta de sensaciones que supone el inicio de la primera novela acaba amainando: todos los detalles cobran sentido, todas las dudas se explican, y al final de la trilogía el lector conoce tan bien la Ecumene Dorada como uno de sus ciudadanos, y ya no es una sociedad extraña, sino que se siente tan familiar y cálida como el propio hogar. ¿Quiere esto decir que la trilogía va de mayor a menor complejidad? ¡Nada de eso! El tercer volumen se extiende en la descripción de un proceso de fusión mental masiva (no hay sorpresas, es algo anunciado desde las primeras páginas de la trilogía) que constituye un clímax increíblemente sostenido a lo largo de un centenar de páginas, un tour de force del que cualquier escritor con menos soberbia (o menos justificada) que Wright saldría malparado.
Estoy evitando deliberadamente dar detalles de la trama, porque desearía que los lectores que aún no conozcan esta maravilla se internen en ella sin demasiada información previa. Pero diré unas palabras en abstracto: de entrada, frente a la imaginería desbordante del escenario, me parece que Wright mantiene el argumento deliberadamente sencillo. Es, ni más ni menos, que la historia folletinesca del heredero injustamente privado de sus derechos que busca recuperar lo que es suyo, pero que antes de alcanzar su objetivo tendrá que conocer la necesidad y pasar penalidades; cualquiera puede seguir esta trama a lo largo de las escenas fantásticamente dialogadas de Wright, toda una lección en la aportación de muchísima información sin saturar la lector, sin que suene forzada y además sostenidamente fascinante. Ahora bien, ¡qué maestría la del autor a la hora de anudar cabos, y de arrojar nueva e inesperada luz sobre hechos que el lector ya creía conocer, dejándole helado! Por sencilla que sea la trama en su núcleo más simple, Wright realiza una auténtica filigrana de recovecos y meandros para hacer avanzar los temas de su obra.

Tampoco tocaré en profundidad los temas filosóficos y políticos que se enhebran en
La edad de oro; baste decir que harían las delicias de los críticos que desguazan las obras punteando listas según van apareciendo temas de su interés. La cuestión de fondo, como no podía ser de otra forma en una obra de vastísimas perspectivas temporales, es cosmológica: cuál será la influencia de la humanidad en la evolución del universo. La otra cuestión inmediatamente perceptible es política: la Ecumene Dorada es una utopía liberal, y aunque sus planteamientos sean atacables sin demasiado esfuerzo, hay que decir que Wright realiza una defensa tan elocuente de su sistema inventado (al tiempo que adelanta sus defectos) que el lector se ve atrapado en sus redes ideológicas. O, como lo expresé en aquel momento: "No se me derretía el cerebro con tanto gusto desde que leía a Heinlein". Pero tan importante como éstas es la función de la cuestión clásica de la filosofía: cómo vivir la vida buena. Desde el egocentrismo razonado de Faetón a la independencia impulsiva de Dafne, pasando por la honorable sensatez de Atkins, los personajes de
La edad de oro dan mucha importancia a fijar sus principios, y a decidir si entran en conflicto con los de su sociedad, y qué hacer al respecto. Toda una lección de éticas posibles.
Con todo lo dicho no he hecho sino arañar la superficie de la fascinante complejidad de
La edad de oro. Que mantenga intacta su capacidad de fascinación para mí, y que yo recuerde tan bien tantos de sus detalles (y aun frases memorables), después de tantos años de haberla publicado, es testimonio del impacto que me produjo, y que algunos de quienes me lean comprenderán bien. ¿Cómo no entender entonces el chasco que me supuso que los lectores no entrasen en mayor número en el juego?

A parecer, el choque inicial de la llegada a la Ecumene Dorada disgustó a muchos; tanto, que no se dieron la oportunidad de descubrir la sencilla y adictiva trama que estaba sólo unas páginas de distancia. Entendí así, con no poco dolor, que una cosa es lo que los lectores de ciencia-ficción dicen querer leer, y otra lo que leen de verdad. Si fueran sinceros todos los argumentos sobre cuán grande y hermosa es la ciencia-ficción porque ha inventado tantos constructos ingeniosos para referirse a cuestiones tan profundas,
La edad de oro sería el libro arquetípico del género, el no va más, el epítome. Pero no; los argumentos sobre la belleza y la importancia de la ciencia-ficción se dejan para las discusiones circulares sobre qué es el género; en la práctica, una parte (¿una mayoría, quizá?) de los lectores de ciencia-ficción desean obras que desafíen menos su entendimiento y que, a ser posible, cumplan el mismo papel que una buena consola portátil: entretenernos media hora por la mañana camino del trabajo. Para mi gran pesar como editor, la mayoría de las obras que valoro del género tal como se escribe hoy en día no pueden asimilarse con esos protocolos erróneos de lectura; por tanto, no encuentran suficientes lectores.
Quizá extraer una lección tan tajante del relativo fracaso comercial de
La edad de oro sea excesivo. Podría pensarse que las razones bien pudieron ser más sencillas: por ejemplo, no tardé mucho en darme cuenta de que las cubiertas que elegí eran bastante feas (cualquiera puede tomar una mala decisión estética, pero es un error típicamente mío preferir la consistencia en el diseño de una serie a corregir el rumbo a mitad de su publicación), y no debe minusvalorarse la influencia de la cubierta en la compra de impulso (que es la mayoritaria); tampoco se pueden despreciar las consecuencias de la mala distribución que tuvo el primer volumen (al poco cambié de distribuidora, pero el daño ya estaba hecho). Quizá haya más lectores de ciencia-ficción de lo que parece que están abiertos a obras que les despierten el sentido de la maravilla de forma adulta (por oposición a las que buscan hacerlo con los mismos mecanismos que las que leímos a los doce años: para mi desgracia, a mí éstas ya no me sirven), y sólo hay que dar con ellos. No pierdo la esperanza, y entre tanto la satisfacción de haber editado una trilogía tan magnífica mantiene vivo mi entusiasmo y la ilusión por mostrar a los lectores las mejores formas de disfrutar ahora de esta vieja afición.