Trilogía de Traducción
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Traducción
Cuentan que un buen día, en un país que limitaría con España de no ser por la terca inmovilidad de Francia, un traductor de modestas aspiraciones y equiparable aptitud recibió un inteligrama que habría de alterar absoluta e irreparablemente su hasta entonces plácida existencia. El fatídico -mas no por ello menos escueto- comunicado rezaba, palabras textuales: "[...] planes para volver a traducir la trilogía de las Fundaciones de Isaac Asimov. ¿Aceptas? y/n".
El alocado protagonista de nuestra historia, víctima de quién sabe qué extraña trepidación, se apresuró a rechazar semejante ofrecimiento, comprensiblemente temeroso de no estar a la altura de una empresa que llevaba décadas ocupando a sus compañeros de gremio más abnegados. "Yo no...", comenzó a teclear. Era tal su precipitación que, ¡ay!, demasiado tarde reparó en el hecho de que la primera letra de su misiva no había sido otra que la Y, precisamente aquella que se proponía evitar, aquella que no debería haber oprimido jamás... a menos que alguien estuviera manipulando su subconsciente, alguien cuya identidad continúan negándonos aun los más pormenorizados códices de la galaxia.
¿En qué nueva temeridad se había embarcado? ¿Qué terrible pecado se empeñaban en hacerle pagar las fuerzas invisibles que mueven los hilos editoriales de nuestro universo? Hubieron de transcurrir varios microciclos antes de que el citado traductor, atemperado ya en parte por varios cilindros expulsores de humo azulado y no pocas visitas al dispensador de grappa venusiano, diera en desenredar las últimas madejas de duda que quedaban enganchadas en su mente y aceptara el último encargo de su misterioso benefactor como lo que en realidad era: un desafío. Una oportunidad. Y -¿por qué no decirlo?- un honor.
Segunda Traducción
Comoquiera que el héroe a su pesar de nuestro relato contaba en su haber, en el momento de acometer esta nueva empresa, aproximadamente con 2.000 páginas traducidas al español de Isaac Asimov -repartidas entre varias antologías y recopilaciones de relatos-, cabría suponer que atacó el encargo investido de no pocas dosis de confianza, aderezadas tal vez con un pizca del característico atrevimiento que afecta a quienes ejecutan una y otra vez las mismas tareas. Nada más lejos de la verdad. Suficiencia y presuntuosidad no son palabras que consten en los diccionarios que nuestro traductor tenía a su disposición. Y tenía muchos.
Antes bien, como impulsor que había sido de una serie de holotratados que versaban, precisamente, acerca del noble y no pocas veces incomprendido arte de la retraducción (a disponibilidad de los eruditos galácticos aquí y aquí), no tardó en sucumbir a la glacial serenidad propia de quienes tienen ante sí una labor importante. Envuelto, por tanto, en los escudos deflectores de distracción que tantas veces habían salvado su trabajo en el pasado, se arremangó y enumeró para sí las características que habrían de marcar su estrategia: lo que -quizá comprensiblemente- todavía nadie ha pensado en denominar "Las Tres Leyes de la Retradubótica".
Repitiendo como un mantra, para sus adentros, este sencillo trío de directrices, el traductor puso manos a la obra. ¡Y qué obra!1
Un traductor no debe copiar la traducción de ninguno de sus antecesores ni, por falta de inspiración, permitir que la traducción de sus antecesores influya en la suya
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Un traductor debe obedecer aquellos parámetros de la antigua traducción con los que estén familiarizados los lectores, salvo cuando dichos parámetros contravengan las leyes de la Semántica y la Morfosintaxis
3
Un traductor debe ser capaz de justificar las discrepancias que introduzca en su propia traducción, siempre y cuando dichas justificaciones no contravengan ni la Primera ni la Segunda Ley
Los límites de la Traducción
Pues, como bien saben todos los habitantes de la Federación civilizada, la Trilogía de Fundación -compuesta por Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación- lleva siete décadas ganando adeptos para la causa de la ciencia-ficción novelada. Algunos cronistas aseguran que no son pocos los curtidos lectores que la cuentan entre sus obras de referencia y la recomiendan sin paliativos para iniciarse en el género... género del que cabe suponer que sea uno de los máximos exponentes, habida cuenta de las muchas veces que se ha reditado y retraducido.
De las versiones más recientes de tan magna obra, firmadas por correligionarios contemporáneos como Manuel Mata Álvarez-Santullano o Marta García, con los que el traductor de nuestra historia ha tenido el gusto de tratar en un pasado no muy lejano, nuestro protagonista resolvió no extraer ningún referente terminológico. Esta decisión surge del voto que había hecho años atrás, al enfrentarse a su primera retraducción de los cuentos de Asimov: apoyarse nada más que lo imprescindible en las traducciones de términos inventados durante los años setenta, cuando desembarcaron en España las primeras historias de Asimov en castellano, para no antagonizar de frente con los aficionados más veteranos del Buen Doctor. Consustancial a ese propósito era la voluntad de crear un corpus lingüístico propio, con una coherencia interna sólida, que permitiera a los nuevos lectores reconocer el tono y la voz de Isaac Asimov de una novela a otra, de uno a otro relato. O, dicho de otra manera, que los visiphones de los distintos originales fueran siempre visífonos en las distintas traducciones, y no «videófonos» o cualquier otro palabro.
Esto significa que los lectores más veteranos, los que se dejaron seducir por la Fundación traducida de Pilar Giralt en los setenta, reconocerán términos tan emblemáticos como el antedicho vísifono, Primer Orador, Era Galáctica o Neotrantor. Los warlords of Kalgan, sin embargo, ya no son «señores» -a secas- de Kalgan, sino caudillos; y los aircars ya no son «coches aéreos», sino aerocoches, entre otras modificaciones sutiles pero inevitables si se pretende imponer siquiera un atisbo de homogeneidad terminológica entre las distintas novelas traducidas de Asimov.
Mas cometió el protagonista de nuestra historia un error... varios, sin duda, pero al menos uno de bulto: implicarse en el ingente proyecto que lo ocupaba hasta descubrir que ni siquiera los clásicos -o quizá los clásicos menos que ninguna otra obra, por su ilusoria condición de incontrovertibles- están a salvo de los caprichos de los duendes de la imprenta y la tijera vil del censor. Le sobrevino esta epifanía devastadora mientras bosquejaba las últimas líneas de Fundación e Imperio, durante el discurso final de uno de los personajes más emblemáticos de la serie. En él, el citado personaje declara ante otra persona: "Si las cosas fueran de otro modo, hacerla feliz sería lo más sencillo del mundo", pero esas palabras (If things were otherwise, I could make you happy very easily, en el original) no constaban en el texto de partida del que disponía nuestro traductor... mientras que, tras cotejar otras traducciones antiguas, saltaba a la vista que algunos de sus antecesores sí habían tenido acceso a otros documentos más completos. ¡Eso abría un preocupante abismo de incertidumbre a sus pies! ¿Qué hacer?
Comenzó entonces una frenética búsqueda de materiales de referencia en pos de párrafos expurgados, frases censuradas, palabras misteriosamente desaparecidas... una búsqueda tan exhaustiva como infructuosa que devino en un injustificable retraso en la entrega de su trabajo, y todo por aquella simple declaración, aparentemente inocua: "Si las cosas fueran de otro modo...". Pero no lo eran, nuestro protagonista se había obsesionado con la búsqueda de esa entelequia que es la traducción perfecta, una falacia quimérica que llegó a hacerle perder días enteros analizando cuál podría ser la mejor manera de transmitir la ascendencia judía de uno de los protagonistas, evidente en algunas de las locuciones con las que se expresaba (Time, shmime!), antes de que las personas cercanas a él le obligaran a respirar hondo y apartar la nariz de su trabajo. A unos pasos de distancia, como mejor aprecian todos los creadores sus obras, nuestro protagonista comprendió que la «traducción perfecta» no existe, tan sólo la «mejor traducción posible en un momento dado». ¿Era eso lo que tenía ante sus ojos?
Era, cuando menos, lo mejor que podía dar de sí en esos momentos. Había llegado la hora de comprimir su trabajo, adjuntarlo a un inteligrama y remitírselo todo a su misterioso benefactor. Satisfecho, ya sólo le resta esperar que los demás ciudadanos de la galaxia disfruten tanto como él de la que es, sin lugar a dudas, una de las obras cumbre más inmortales que nos ha legado la literatura de ciencia-ficción.