El sol en esplendor

¿Qué hay de una posible reedición de Cuentos de la Tierra Vaga de Enrique Lázaro?
Si hubiera sabido lo que me deparaba Mayflower, tal vez me habría quedado en New Hampshire. Aunque me hubieran arrancado gritando de nuestra casa prefabricada, podría haberme escondido antes de subir a la lanzadera espacial.
Carol Jeanne me habría buscado, naturalmente, y durante mucho tiempo. Pero nunca me habría encontrado, y por mucho que llorara mi pérdida, al final se habría marchado sin mí. Había un mundo nuevo esperándola, para ser observado, comprendido, transformado. El campo de juegos de sus sueños. ¿Qué es el amor comparado con eso?
Yo la había perdido ya; tendría que haberlo sabido. ¿Quién puede competir con un nuevo planeta en el corazón de un gaiólogo?
Pero en aquella época yo era demasiado ingenuo para comprender nada que importase. En aquellos días mi devoción hacia Carol Jeanne era tan grande que, aunque hubiera sabido lo que sucedería en el Arca, las terribles cosas que haría, el aterrador curso que tomaría mi vida, habría ido con ella de todas formas, alegremente. No se me ocurrió que pudiera vivir un solo día sin ella. ¿Qué me habría importado entonces un pequeño asesinato? Estaba loco por ella.
¿Se sabe algo de los extras (si es que los van a tener...) que incluirán las ediciones especiales de la Saga de Geralt de Rivia?
La verdad, yo creo que la pregunta importante no es si se editará La dama del lago en un solo volumen, sino, ¿por qué se editó en dos?, cuando ni siquiera tú pareces muy contento con ello.
Ana Neville tenía una margarita en la mano. Sentada al sol ante la ventana en el primer día de su cautiverio en Coventry, arrancaba los pétalos uno por uno y los acomodaba en el regazo. Había encontrado la flor en el asiento de la ventana poco después de que los hombres de William Stanley las escoltaran al vestíbulo del priorato, donde las retendrían mientras él iba a anunciarle a su soberano que la francesa ya estaba bajo llave.
Ana estaba segura de que la margarita era un mensaje, para transmitir un pésame que era arriesgado expresar en palabras. Un partidario de Lancaster había dejado ese símbolo. Hacía tiempo que la margarita era emblema personal y flor favorita de Margarita de Anjou. Ana no había mencionado su descubrimiento y, mientras aguardaba la llegada de su primo Eduardo, se dedicó a arrancar y desperdigar los níveos pétalos, contándolos con cuidado. Cinco... seis... siete pétalos arrancados del corazón amarillo. Uno por cada uno de sus siete días de viudez.
Alzó la vista y miró a su suegra, al otro lado de la cámara, estudió sin piedad los estragos que la semana anterior había causado en ese rostro otrora hermoso. Ana no se había educado en la escuela del odio. Hasta que siguió a su padre al exilio en Francia, no había sabido qué era odiar a otro ser humano, nunca había tenido motivos para ello.
Pero después de Amboise había aprendido deprisa.
Leyéndole he podido constatar que se lamenta de la dificultad de encontrar algunas novelas editadas hace tiempo. Como a mí me ha pasado lo mismo en muchas ocasiones (teniendo que rebuscar por pequeñas librerías en busca de libros prematuramente descatalogados), ¿no se ha planteado el editar también en formato digital? Es una forma de mantener los libros siempre accesibles a los lectores.
Un libro muy interesante y que lamentablemente ha pasado desapercibido. Recuerdo devorar el final con avidez en un viaje de avión sobre una península ibérica completamente oculta por las nubes, esperando que el dragón de hierro nos atacara de un momento a otro.
Tierra seca, aire polvoriento, piedras desmoronadas.
La tierra crujía bajo sus pies, el aire le quemaba los pulmones, las piedras le entorpecían la marcha. El mayoral Séptimo perseguía a los ejotes entre las ruinas de Pampa del Desamparo.
En el cielo encapotado, el Arco de Urania vibraba a la luz de los relámpagos. Las convulsiones del cielo se reflejaban en el camafeo profético que el mayoral llevaba colgado del cuello. Sin detenerse, Séptimo alzó el camafeo, miró los caracteres labrados.
Ambiguos.
Los palpó con el dedo, buscando certidumbres. No encontró ninguna.
Llegó con sus balestreros al linde de las ruinas.
Una lluvia roja le salpicó la cara. Miró arriba: ejotes voladores, abriéndose tajos en el cuerpo. Séptimo conocía el ritual. Derramaban sangre sobre sus enemigos para insultarlos y asustarlos.
Continuó la marcha bajo la lluvia roja, y los ejotes voladores pronto se alejaron. Bajarían a tierra y morirían desangrados entre los hurras de sus compañeros.
Delante se extendía un llano cuarteado que ascendía en un declive suave hasta una loma. Los ejotes fugitivos treparon a la loma y se detuvieron. Eran un puñado, pero sin duda un gran número esperaba detrás de la elevación. Una trampa burda, pero los ejotes nunca eran sutiles.
¿Debía seguirlos o no?
Un trueno rodó entre los nubarrones y murió con un murmullo. Si llovía, el llano sería un fangal. Los balestreros quedarían empantanados por el peso de sus armas. Séptimo ordenó un alto.
Sus suboficiales lo miraron con desconcierto.
—¡Ya son nuestros! —exclamaron.
Temían perderse una victoria fácil. Séptimo no quería una victoria fácil sino una victoria aplastante.
—¡Atrás! —ordenó.
Dieron media vuelta, regresaron hacia las ruinas. Los ejotes festejaron, gritaron el nombre de su caudillo.
—¡Chajá, Chajá, Chajá! —gritaron—. ¡Chajá, Chajá, Chajá!
El grito se perdió en un jadeo ronco. El jadeo degeneró en algarabía histérica.
—¡Chajá, Chajá, Chajá!
Séptimo miró por encima del hombro. Fila tras fila de ejotes harapientos asomaban sobre la loma. Cabezas, torsos, alas, garras, pies y pezuñas. Los híbridos se burlaban de ellos, imitando a coro sonidos de animales: trinaban, gruñían, rugían, balaban, rebuznaban.
Séptimo eludió la mirada reprobatoria de sus suboficiales. Clavó los ojos delante y se concentró en sus cálculos, estudiando las ruinas. Un terreno bajo, desfavorable. Pero la lluvia podía cambiar esa situación.
La algarabía se intensificó.
—¡Chajá, Chajá, Chajá!
Los ejotes se daban ánimo para atacar.
Séptimo aspiró el aire turbulento: la lluvia no tardaría. Los ejotes iniciaron su avance. Séptimo sintió el temblor del suelo, pero no miró hacia atrás ni apuró el paso. Notaba la alarma de sus hombres. Daban la espalda al enemigo y eran vulnerables, pero no quería azuzar a los atacantes con movimientos bruscos.
No me abandones, le rezó a la Ducásima.
Estalló un chubasco. Una cortina de agua flameó sobre el llano.
Al llegar a las ruinas, ordenó a sus balestreros que se detuvieran. Miró por encima del hombro. Hordas de ejotes se derramaban por la loma. La primera línea empuñaba armas arrojadizas precarias pero temibles: hachas, lanzas, cuchillos, piedras. Pronto los tendrían encima.
El mayoral ordenó a sus hombres que dieran media vuelta lentamente y formaran dos filas, la primera con una rodilla a tierra. Ordenó cargar las armas. Oyó con satisfacción el chasquido de las cuerdas contra el metal. La balestra o ballesta triple era su arma favorita. Con cada descarga disparaba tres dardos de triple punta. Cada dardo era un trívium de dolor. Cada herida era un trívium de sangre.
Esperaba haber calculado bien. La lluvia arreciaba.
Séptimo trepó a un pilar derruido. Quería que toda su gente lo viera, aunque así ofreciera mejor blanco a los ejotes. Alzó en el aire su puñal triple y su Libro de la Triple Vía. Desde esa altura miró a sus balestreros. Más allá de sus hombres, más allá de las ruinas, Trinidad. La ciudad brumosa se perfilaba contra un montículo de nubes con sus edificios negros, marrones y grises: el Capitolio de los Catecúmenos, el Trívium, el Circo de los Alígeros. El Eje del Mundo era un río de sangre humosa que subía al cielo.
Miró hacia atrás. El llano ya era un fangal. Nubes desflecadas cubrían el Arco de Urania. La lluvia se enredaba con la polvareda que levantaban los ejotes. La algarabía animal vibraba en el viento: trinos, gruñidos, rugidos, balidos, rebuznos.
—¡Chajá, Chajá, Chajá!
Séptimo vio que sus hombres lo miraban de reojo con ojos implorantes, pero esperó. Quería que los ejotes empezaran a correr en su acometida final, que su propio ímpetu los pusiera en desventaja.
Un relámpago proyectó la sombra de Séptimo en el suelo: el puñal, la cabeza y el libro formaron los tres brazos de un candelabro.
Sus hombres clavaron los ojos en ese candelabro oscilante. Bajo el fulgor del relámpago, eran soldados de luz.
Séptimo bajó el puñal.
¿Qué pasó con El portal del alquimista, de Chiang? ¿Seguís pensando en publicarlo o se ha caído?
Me sumo a la pregunta sobre la publicación de El portal del alquimista de Ted Chiang. Me alegré un montón cuando me enteré de su publicación en Bibliópolis pero parece haber desaparecido del mapa.
Quisiera saber si tienes intención de publicar La dama del lago en un solo tomo en el futuro.