Han aparecido dos reseñas de Tríptico de Trinidad de Carlos Gardini, así como una entrevista al autor:
Un Tintero de Sapphire
Bem On Line
Entrevista a Carlos Gardini
De esta estupenda novela de Gardini ya recogí una excelente reseña del estadounidense The OF Blog, y en esta otra entrada de Artifex Plus la presenté poco antes de su lanzamiento.
La pregunta que se hace Juan Carlos Verrecchia ("¿es Tríptico de Trinidad una novela de ciencia-ficción o una novela fantástica?") me pareció en un primer momento un tanto superficial (aunque el propio Verrecchia le quita importancia al manifestar que puede leerse de ambas maneras); no en vano Bibliópolis Fantástica es una colección que ha tenido por bandera (con un éxito, eso sí, limitado) el hecho de no distinguir expresamente entre fantasía y ciencia-ficción.
Dado que "ciencia-ficción" es una categoría comercial (por lo demás cada vez más obsoleta como tal), me parece que las periódicas discusiones de los aficionados sobre la naturaleza del género parten de una confusión de base entre categoría literaria y reclamo de ventas: buscar el grado de "ciencia" en la ciencia-ficción, o dilucidar cuál sería la misteriosa e indirecta relación plausible entre ésta y aquélla, me parece tan fútil como elucubrar dónde puede estar el oro en los Días de Oro de ciertos grandes almacenes. (Éste y no otro, creo yo, es el sentido de la famosa boutade de Norman Spinrad: "Ciencia-ficción es lo que se publica como ciencia-ficción"; es decir, "ciencia-ficción" es una fórmula comercial, no una definición taxonómica.)
Aunque he usado el término para etiquetar muchas de las obras que he publicado, lo he hecho por su (ya digo que progresivamente más dudoso) valor de reclamo, cuando no porque facilita la identificación escueta en textos necesariamente breves (y así seguiré haciéndolo); pero mi incomodidad con él quedó manifiesta desde que evité usarlo en el nombre de la colección al crearla en 2002, y la escasa consideración que me merece la creencia profunda (aunque no muy extendida) en su singularidad absoluta respecto a otras fantasías se plasmó en la publicación de obras de esta orientación bajo el epígrafe global de "Fantástica". Si como lector no soy aficionado a distinguir entre fantasía y ciencia-ficción, como editor he procurado emborronar todo lo que he podido lo que se percibe como frontera entre los géneros; pues las fronteras no sólo son líneas de separación, sino también (y quizá sobre todo) áreas de contacto.
Sin embargo, la pregunta de Verrecchia me sugirió una intrigante posibilidad: creo que tiene razón, y que Tríptico de Trinidad puede leerse, efectivamente, como fantasía, ciencia-ficción o una mezcla de ambas, y esto no por que se pueda argumentar su pertenencia a uno u otro género (cuyas fronteras, ya digo, me encanta considerar eminentemente violables) o que constituye una hibridación de ambos (pues no puedo calificar como producto de ningún mestizaje aquello que reune características de dos géneros que no considero esencialmente separados), sino por la interesantísima cuestión de los protocolos de lectura.
Me refiero con esto al bajage de experiencias previas, acervo cultural, modos de empleo y expectativas que cada lector trae a la lectura del libro. En su forma desnuda, el texto exige un tiempo de lectura para que el lector decida qué protocolos aplicar; para algunos lectores, entre los que me incluyo, ésa puede ser la etapa más deliciosa de una lectura: cuando no se sabe lo que se está leyendo, pero se sospecha (y a menudo hay grandes obras que juegan sabiamente con estas expectativas, para nuestra mayor diversión); para otros, estas dudas son un incordio: se reconoce fácilmente a estos lectores porque suelen calificar los libros de "confusos" y admiten francamente que "no son lo que se esperaban" (lo cual es siempre un defecto achacable al libro, claro).
No obstante, el lector rara vez llega al texto en su forma desnuda (aunque Dios sabe que sería lo ideal); por diversas razones (la más importante de las cuales es la comercial -vender el libro, y rápido-, aunque hay otras -por ejemplo, proteger el interior relativamente frágil-), los editores vestimos el libro con una cubierta que no sólo incluye textos que clasifican la obra más o menos burdamente para su pronta identificación, sino que cuenta además, de modo muy decisivo en los géneros populares, con una ilustración lo más grande, atractiva y colorista que se pueda.
Con frecuencia, este reclamo es el elemento decisivo en la compra del libro (sobre todo si el autor no es previamente muy conocido). Y por tanto, al encargar la ilustración (o al comprarla de archivo), el editor ya está seleccionando cómo prevé vender mejor el libro en cuestión. (En mi caso, esta consideración se ve a menudo eclipsada por esta otra: qué ilustración conviene mejor al libro... una vez leído. Esto es un error, no hace falta decirlo, producto de leer personalmente las obras que publico -en la traducción, cuando el original no está en un idioma que maneje- y de la felicidad que me produce colaborar con ilustradores en lugar de comprar imágenes ya hechas.)
Hagamos ahora este experimento mental: imaginad que en lugar de la fabulosa ilustración de Alejandro Terán para Tríptico de Trinidad (en la que se ve una ciudad imaginaria de reminiscencias orientales batida por un mar bravío y cubierta por un misterioso arco hacia el que se alza una torre de luz), hubiera encargado para esta misma novela una ilustración con aire de space opera que mostrase el universo de bolsillo en cuyo centro está la ciudad de Trinidad, que visto desde fuera tendría una cierta semejanza con una esfera de Dyson. Dicha ilustración acentuaría necesariamente el transfondo del espacio tachonado de estrellas y nebulosas, subrayaría la apabullante escala del gigantesco objeto que estamos atisbando, e iría acompañada de una rotulación que no dejaría lugar a dudas: estamos ante una novela de ciencia-ficción. (Una versión más burda de esta opción, empleada a menudo aún hoy, es comprar una imagen de archivo donde salga una nave espacial, cualquier nave espacial, venga o no a cuento.)
¿Qué habríamos conseguido con esto? Sin duda, algunos lectores que no se han acercado a esta novela se la habrían leído (yo conozco personalmente a un puñado) y, armados de los protocolos de lectura de la ciencia-ficción, la habrían disfrutado en alguna medida (me atrevo a decir que puede que mucho), pues habrían encontrado dónde enganchar sus expectativas, y los elementos que no respondieran a éstas los habrían recibido como agradables variaciones sobre un tema familiar. (Me puedo imaginar perfectamente Tríptico de Trinidad publicado de esta forma en alguna de las colecciones clásicas -pongamos Nebulae de Edhasa o Super Ficción de Martínez Roca, con la consiguiente adaptación a su estilo de ilustración- y siendo recordado hoy en día con nostalgia por los aficionados como aquella historia emocionantemente extravagante de aquel argentino que derrochaba imaginación. Hasta puedo oírlos: "¡Ya no se escribe ciencia-ficción como aquélla...!". Y no digamos si hubiese originado una versión en cómic de Juan Giménez o Moebius: el acabose.)
No obstante, dadas las limitadas perspectivas comerciales que tiene actualmente la ciencia-ficción etiquetada como tal, identificar de esta forma Tríptico de Trinidad habría sido un ejercicio inútil de "sabotaje creativo", que es la denominación que doy al acto subversivo que se produce cuando, por ejemplo, un montón de lectores se compran un libro esperando una novela rosa de tintes conservadores con vampiros amaestrados, ¡y se encuentran esa obra maestra sobre la naturaleza humana y del depredador que es El tapiz del vampiro! (Los citados lectores lo llaman de otras maneras, que a menudo incluyen referencias a mi señora madre.)
¿Cabría hacer el mismo experimento con la forma más comercial de la fantasía (si descartamos el juvenil, del que poco sé), es decir, la fantasía épica? Por supuesto. Desechando de entrada la fácil opción de comprar una imagen de archivo con los elementos de moda (esta temporada se llevan los encapuchados con aire misterioso o directamente criminal), Tríptico de Trinidad nos provee de elementos de sobra para encargar una ilustración que incline la balanza de la identificación en este sentido.
Como es una obra con protagonismo repartido, tenemos varios posibles motivos para el protagonista de la ilustración: puede ser Séptimo, en forma de un viejo militar de aire mercenario, posiblemente con el rostro surcado por una cicatriz, que en su edad madura ha alcanzado el rango de hombre de estado y que ahora debe volver a la acción para salvar a la Ducásima, su señora y, en secreto, su vieja amante; o Saulo, el proverbial joven elegido, educado en un monasterio y reclutado para una búsqueda mistérica, al que no sería difícil retratar como (encapuchado) monje experto en artes marciales y provisto de una especie de sabiduría preternatural.
El contexto: una ciudad con aire de leyenda de la que brota un torrente de fuego de aspecto innegablemente mágico, el Eje del Mundo, que los protagonistas de la ilustración miran con asombro; o la cubierta de un barco gigantesco que nunca toca puerto, desde la que nuestros héroes observan el horizonte con preocupación; o el ascenso por el costado del mundo hasta el Empíreo, el firmamento más allá del Arco de Urania, en un bajel que navega por sí mismo.
Aunque mi versión favorita sería ésta: Séptimo y Saulo, mano a mano, luchando con espada y cayado contra el pez de los mil ojos y las mil bocas (y, a efectos de la ilustración, ¡los mil tentáculos!, por qué no) que condujo a la desesperación y la locura al padre de Saulo, en alguna cripta lóbrega y submarina, ante la mirada multifacetada del esclavo Aguanieve. Como cubierta, una de estas ilustraciones, ayudada por la rotulación apropiada, posiblemente sería una apuesta ganadora para captar al público de la fantasía épica, que sin duda es mayor actualmente que el que compra ciencia-ficción.
Pero, ay, aquí no estoy tan seguro de que ese público, armado con los protocolos de lectura de la fantasía épica, llegara a disfrutar de esta novela: por mucho que se pregone actualmente la ruptura de los esquemas en este tipo de obras, creo que es cierto que sigue siendo un terreno mucho más delimitado que lo que se comercializa como ciencia-ficción. Lo que ha sucedido en la última década ha sido que a los dos o tres esquemas habituales se han añadido uno o dos nuevos, pero la machaconería con la que se repiten deja constancia de que sigue siendo desaconsejable subvertirlos o abandonarlos realmente. (Otra cosa es que se proclame que se hace: ése es un argumento de ventas muy corriente.)
El abrumador grado de reiteración de personajes, tramas y clichés que soporta habitualmente el lector de fantasía épica sólo tiene un par de comparaciones posibles, que se me ocurran, en el terreno de la ciencia-ficción: las series de space opera y las franquicias de juegos. Y en la fantasía épica esta reiteración se produce sin coordinación comercial alguna (al contrario que en las franquicias), por puro impulso del mercado.
(Es conmovedor leer hoy cómo los escritores estadounidenses de ciencia-ficción pensaban, hasta muy entrados los años setenta, que la fantasía épica no podía suponer una amenaza comercial para la posición de la ciencia-ficción. ¿Cómo podían los lectores preferir novelas de búsquedas, con animales parlantes y escritas en un estilo pseudoarcaico, a la innovación temática constante, la experimentación estilística y la absoluta pertinencia de los temas de la ciencia-ficción de la época? ¡Era algo tan inimaginable como que el público en general resultase preferir masivamente la fantasía escapista retro con estética a lo Flash Gordon que ofrecía Star Wars a las punzantes especulaciones de indudable actualidad de Silent Running o Soylent Green!)
Por este lado, sospecho, un ejercicio tal de "sabotaje creativo" (recordemos: ofrecer en el empaquetado un libro de menor calidad que el que el lector se encuentra en el interior) hubiese sido peor recibido que en el caso de intentarlo por el ángulo de la ciencia-ficción... aunque no dudo que unos centenares de ejemplares extra sí que podríamos haber arañado.
En este mercado que compra por impulso y donde más vale que las obras estén bien identificadas en la cubierta (yo diría que incluso caricaturescamente identificadas), ¿cuál es el sentido de publicar una novela que una mayoría de los lectores no acertarán a clasificar (como si lo necesitase, pero ésa es otra guerra) y además comercializarla con una ilustración que si bien no es ambigua (creo que es claramente fantástica), tampoco es suficientemente representativa de las expectativas de ningún grupo relevante de lectores? ¿Qué sentido puede tener buscar los resquicios de un mercado que ya es de por sí pequeño? ¿Por qué nos ponemos las cosas más difíciles, como si no fuera ya duro vender libros? Bien, esto sería tema para una entrada completa, pero señalaré aquí tres razones básicas.
En primer lugar, ningún editor debe publicar sólo lo que espera que se vaya a vender bien; también debe publicar lo que espera que le dé prestigio, o lo que pueda provocar interés o curiosidad por su editorial (por ejemplo, por parte de lectores que antes no la tenían en cuenta), o incluso lo que llame la atención de otros autores a los que desee publicar. (Esto último parecerá una extravagancia, pero es más habitual de lo que se podría creer cuando se trata personalmente con los autores: hace poco me aceptaron una oferta por, entre otras razones, haber editado a M. John Harrison.)
En segundo lugar, un editor debe reservar un espacio en su catálogo para la publicación de los libros que le producen auténtico placer, independientemente de sus perspectivas comerciales. (Puedes ser un editor, y muy bueno, si no haces esto, pero nunca serás un editor sentimental.)
Y en tercer lugar, un editor debe conservar siempre la esperanza de equivocarse en sus más negras previsiones comerciales: por mucho que pueda decirse (y yo en este blog digo a menudo) sobre las limitaciones de este o aquel mercado, sigue siendo cierto que nadie sabe exactamente por qué se vende un libro o no, y ante esta incertidumbre lo único racional es no descartar ninguna opción de antemano.
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